19 marzo 2006

De excesos y carencias

Ayer recordé a Malek.

Fue en una fiesta infantil de cumpleaños. Niños de entre cinco y diez años esperaban ansiosos el momento de la entrega de regalos al homenajeado. Cuando llegó el momento, cada uno de los pequeños invitados entregaba por orden su regalo y recibía de la anfitriona una golosina a cambio.

El niño recibía el paquete con ojos muy abiertos y ansiosos; tras abrirlo, lo contemplaba un par de segundos y lo arrojaba detrás de él para tomar otro. Los adultos se parecen en eso: la resolución de un misterio produce un placer menos duradero que pensar en el misterio en sí. Algunos incluso prefieren las preguntas a las respuestas.

El ritual continuó. La madre del niño que cumplía años ofreció la golosina al que acababa de darle su regalo, pero éste le dijo: "No, no quiero, gracias."

Y entonces recordé a Malek.

Fue el año pasado. Viajábamos entre Palmira y Hama, y hubo consenso en detener la furgoneta y estirar las piernas. Desde una lejana casa de adobe, con cúpula en forma de huevo, vimos salir un niño que empezó a correr todo lo deprisa que podía hacia nosotros. La tierra yerma, reseca, levantaba polvo bajo sus pies. R. comentó que, al ver extranjeros, la razón de su prisa debía ser pedirnos dinero. Lo cierto es que en muchas ocasiones suele ser así.

Pero no en ésta. Cuando llegó hasta donde estábamos se limitó a mirarnos con una extraña mezcla de curiosidad y timidez, mientras se estrujaba las manos. No debía tener más de ocho años. Yo me agaché para ponerme a su altura y, en un impecable estilo tarzanesco, me señalé y dije mi nombre. "¿Y tú?", añadí tocándole con suavidad en el pecho. "Malek", me respondió.

Busqué en mis bolsillos, encontrando un caramelo, que le ofrecí. Él vaciló en tender la mano, mientras se ponía colorado hasta las orejas, y dijo en voz baja shucran (gracias). M. dijo: "Espera, yo tengo otro", y también se lo entregó.

Después de un rato, llegó el momento de irse. Malek echó a correr hacia su casa, y entonces vimos otros tres niños, más pequeños, caminando hacia él; la menor, de poco más de un año, andaba a trompicones con los brazos extendidos.

Cuando Malek se encontró con ellos, desde el coche le vimos abrir los caramelos, partirlos en dos con los dientes y entregar a cada uno una mitad. Generoso Malek.

Ayer, cuando vi a un niño rechazar una golosina, recordé que para Malek y sus hermanos había sido algo excepcional. Se desea lo que no se tiene.

Los niños de la fiesta no son peores que Malek. Todos son niños. El criajo egoísta, exigente y malhumorado puede que sea más habitual en nuestra sociedad, pero es un problema de educación o, más bien, de su ausencia. Los niños que había en la fiesta eran un encanto: no hubo pataletas, peleas o caprichos estúpidos. Simplemente, uno de ellos rechazó algo que no le apetecía, porque las golosinas no son un bien escaso.

Lo mismo podría decirse de los adultos, apreciamos aquello que cuesta conseguir; pero esta sociedad hedonista crea insatisfacciones al ofrecer accesorios inalcanzables mientras que se minusvalora la importancia del esfuerzo. Lo quiero todo y lo quiero ya, y además tengo derecho, así que esfuerzos los justitos.

Pero, insisto, lo único que se demuestra al comparar el mundo de Malek con el nuestro es la importancia del entorno para convertirnos en lo que somos. A veces mejores, a veces peores. A veces, simplemente distintos.

18 marzo 2006

Primer día de travesía

Trenes que se cruzan en la noche. Eso es lo que somos. Desde que nacemos emprendemos un viaje apasionante, lleno de aprendizajes y no exento de peligros. De la belleza más sublime al más sobrecogedor de los horrores. Aunque, ¿por fortuna?, muchos solemos oscilar en un apacible (y anodino) término medio.

Viajamos por el tiempo a razón de un segundo por segundo (o no, pero ese es otro tema). Sólo conocemos el movimiento y por eso nos desconcierta pensar en un final. Somos viajeros con afán de permanencia y de ahí surgen las creencias en vidas posteriores a la muerte. Sabemos que tuvimos un principio, pero la idea del final es difícil de asumir. Queremos seguir viajando.

Viajamos por el espacio (sideral), agarrados a nuestro planeta como garrapatas al pellejo de un perro. Nuestra posición en el Universo no es la misma que la de nuestros antepasados, ni siquiera la misma que hace un mes. El movimiento es lo único de lo que podemos estar seguros. Todo fluye, como dijo el Filósofo.

El viaje iniciático, la quête medieval, la road movie... son conceptos que relacionan el viaje físico con un estado mental basado en el movimiento, el aprendizaje, el descubrimiento; un camino que nos conducirá a territorios inexplorados. Algunos amamos desprendernos en ocasiones de una parte importante de nosotros mismos: nuestro entorno, tranquilizador por conocido, exasperante por rutinario. Nunca nos sentimos tan vivos como cuando nuestro cuerpo se desplaza a lugares extraños, donde conocemos culturas ajenas y distintas a las nuestras, donde el día dura mucho más de veinticuatro horas porque, en cada momento, o la vista, o el oído, o el olfato, o el gusto o el tacto nos proporcionan algo nuevo y desconocido, algo que nos sorprende y nos devuelve a esa infancia, como estado mental, en la que cada día se descubrían un sinfín de cosas nuevas. ¿Recordáis lo despacio que avanzaba el tiempo cuando erais niños? ¿Acaso sea porque cuando crecemos cada vez nos sorprenden menos cosas? ¿Porque ya no aprendemos al mismo ritmo? ¿Porque los descubrimientos son cada vez más escasos? ¿Porque creemos que ya no podemos aprender nada y cerramos nuestras mentes? Quien llegue a este último punto disfrutará de un viaje vital tan interesante como el de una ameba, y su espíritu iniciará el camino sin retorno de la vejez. Un viajero me expresó una vez su opinión de que envejecemos por aburrimiento.

Mi conclusión es que viajar alarga la vida... Rectifico: viajar expande la vida.

Esta primera entrada en el blog es el principio de una nueva travesía. Bienvenidos, viajeros anónimos, dejad vuestras mochilas y tomad asiento.